Sobre el origen del nombre


        

        Cuando decidí escribir mi primera historia, no tenía la menor idea del problema en el cual estaba a punto de meterme y era muy joven para imaginarlo. 
Empecé más o menos como lo hicieron los antiguos egipcios, garabateando una pequeña memoria, escribiendo un poquito todos los días. El tema salió solo, por sí mismo, poco tuve que ver en ello, esto lo digo porque los sucesos que iba escribiendo se fueron generando, prácticamente, por sí mismos y siempre he sentido que en la creación de estas cosas he participado apenas como escriba que trabaja bajo dictado.
El cuento iniciaba con la lucha entre dos ejércitos, dos grandes masas feroces contemplándose la una a la otra desde dos colinas diferentes. En el pequeño valle entre ellos, una especie de dios griego descendía del cielo y posaba una gota de agua, una especie de joya que era el origen de la disputa y que tenía la capacidad de hacer brotar agua de la tierra. Fue de allí donde saqué el concepto que más tarde llamaría “semilla”.
Tengo todavía el cuaderno donde comencé ese cuento, lo traje conmigo a Italia. 
En ese tiempo, mi trabajo no tenía nombre todavía y no lo tuvo por casi un año. Comencé a escribir a mano, pues no tenía todavía computadora en el 2004. Ese año empecé en la universidad y fue allí donde inició el éxodo de mi trabajo, desde el papel al formato digital, en las condiciones especiales que pasaré a explicaros.
Tales cambios se produjeron en los laboratorios de la escuela de Comunicación Social, de la Universidad Católica Cecilio Acosta, en Maracaibo, Venezuela, donde me había inscrito gracias a una beca que había recibido de la alcaldía. 
En esos laboratorios, podían entrar, de forma autónoma, solamente los estudiantes de comunicación social; a nosotros, digamos, nos lo permitían únicamente cuando teníamos clases allí. Yo era un estudiante de artes plásticas que parecía tener once años, por lo cual, cuando me veían pasar por allí, por los pasillos, quizás pensaban que estaba buscando a mi madre o algo así. Sin embargo, uno de mis profesores del liceo artístico, el cual me había impartido la cátedra de Historia de Venezuela, era profesor en esa universidad también. Fue él quien me ayudó a entrar en los laboratorios y dio la orden para que me dejaran pasar cuando yo quisiera. 
Comencé a frecuentar los laboratorios después de clase. 
Transcribí allí las primeras páginas de ese cuento del cual os he hablado, sin saber todavía su nombre. Al final de cada sesión, las pasantes me ayudaban siempre a guardarlo, poniéndole como identificativo un número o a veces mi nombre, o algo así. Les pedía ayuda pues tenía miedo de equivocarme y, por culpa de mi inexperiencia informática, llegar a borrar o a perder todo lo que había hecho. 
Una vez, lo recuerdo perfectamente, mi ex profesor tenía que dar clases. Había entrado velozmente en el aula, seguido de sus estudiantes, que abordaron el laboratorio como un pelotón y en gran desorden. Esa tarde, yo había escrito, me parece, una página y media, pero no la había salvado todavía. Las pasantes habían desalojado el laboratorio, como todos los demás presentes; yo había comenzado a sudar, por razones obvias. El profesor, viéndome en dificultades, llegó para ayudarme, velozmente, para que así pudiera irme yo también. Cuando intentó guardar mi texto en la red interna, se dio cuenta que el archivo no tenía nombre, así que me preguntó cómo se llamaba y yo no le supe responder. Él, entonces, leyó la primera palabra de la página que yo había escrito y la tecleó con velocidad en el cuadro de diálogo. 

Aquella palabra era “deidad”. 

Me preguntó si estaba bien. Ese momento me di cuenta que éste podía ser un título, que no estaba tan mal en el fondo, que alguien estaba obligándome a ponerle un título así, calcado encima del molde de Homero. Pensé todo esto en una fracción de segundo, no os miento al decir que me sentí empujado a decidir y no sé si fue este sentimiento o la prisa, lo aparatoso de la situación, etcétera, pero me asaltaron los nervios. Yo respondí que sí a la pregunta de mi profesor, entonces él presionó la tecla ENTER y el cuadro de diálogo del programa Word de Windows, desapareció y el archivo se cerró.
Ahora mi trabajo había adquirido, de ese modo, la primera parte de su nombre.  
Esa palabra la había visto muchas veces en La Ilíada, obra que me tenía encadenado y también la había visto en la versión de La Eneida que leía ya por aquel entonces, sin embargo, nunca pensé en utilizarla como título para mi cuento, a pesar de que, como habéis visto, ya había hecho uso de la palabra. Había deseado colocarle un nombre más largo a mi trabajo, cosa que realicé más tarde, cuando separé la historia del modo en el cual otros autores clásicos lo hicieron; es decir: en volúmenes, libros y capítulos. El subtítulo del libro lo cambié por el término usado por Boccaccio y que tiene un sentido práctico en su obra Decamerón, palabra compuesta que no significa otra cosa que “diez días”, en griego. El autor dividió el trabajo en días o “giornate”, cada una de estas giornate contienen una serie de situaciones y son éstas las que dan el origen y la fama al libro. Yo le puse días, en vez de subtítulos a mi trabajo, y cada día tiene su nombre. De este modo di espacio a mi deseo original por títulos más largos. 
Los nombres, para mí, son conceptos y creo que esta fue la razón por la cual a veces llegué a pensar que a esto se refería el ángel cuando le respondió al padre de Sansón: “¿Por qué quieres saber mi nombre, que es admirable?” Pues el concepto de su nombre era incomprensible para la mente humana y no pocas veces, en La Biblia, Dios se negó a decir el propio nombre. Esto, para mí, tiene su por qué y lo entiendo únicamente a través del filtro de la literatura.
Si una obra mía tuviese el nombre Admirable, por ejemplo, tal nombre me dictaría el contenido del libro. Es tanto, he tenido problemas con ese modo de trabajar, pero esto es un argumento para otro post. He allí por qué algunos nombres en La Nocturna Deidad son tan extraños, en esos casos, actué solamente bajo sugerencias musicales mal entendidas de nombres leídos en otros idiomas, en latín, francés, griego e italiano, y, por qué no, en inglés.
Fue la fortuna, digamos, la casualidad personificada en mi profesor César Carreño, quien operó ese día, dejando huellas profundas en mi vida y en mi trabajo. A veces la gente es enviada por alguna fuerza invisible para llevar a cabo pequeñas tareas que cambian la vida de la gente. Muchas veces no tenemos la oportunidad de comprender la relevancia de esas intervenciones. Me parece que en uno de los primeros capítulos de La Insoportable Levedad del Ser, hay un ejemplo maravilloso de este concepto. 
La deidad bullía por todas las partes de mi mente, después de todo, era un título. Quería modificarlo, pero no podía hacerlo hasta volver a la universidad el día siguiente. No sabía utilizar bien las computadoras y pensaba que pasantes, profesores y alumnos, dejarían mi cuento allí inmaculado, hasta mi regreso. Cuando lo pienso, me estremezco ante el riesgo que corrió mi trabajo todas esas veces en que lo dejé allí, abandonado a su propia suerte, en la memoria de red del laboratorio, donde cualquiera pudo haberlo arrojado al abismo con un par de clicks. 
No había pensado, si quiera, en guardar el texto en un disco floppy; pensándolo bien, creo que ni siquiera sabía hacerlo. Fue en ese laboratorio donde, una de las pasantes que trabajaban allí, me sugirió que, para ir guardando lo que iba escribiendo, podía enviarme los documentos por email a mí mismo, si no tenía un pendrive o un disco floppy conmigo. Fue ella quien me ayudó a crear una cuenta de correo electrónico sólo para eso y es allí donde conservo todavía los testimonios de todo lo que hasta ahora os he contado. Trabajé en esos laboratorios por al menos un año o dos, no recuerdo exactamente, hasta que pude comprarme mi primer ordenador. 

El adjetivo “nocturna”, apareció después y si os digo de dónde lo saqué, os echaréis a reír. Pero de esto se trata este blog, para mostraros esta serie de casualidades que crean, a veces, las situaciones y que definen nuestro camino y nuestra vida. 
        Esa tarde, mientras regresaba a mi casa, pensé que La deidad era un título incompleto, entonces quise adornarlo con alguna palabra fascinante e incluso llegué a pensar en cambiarlo. 
En Venezuela, lo digo para quien no lo sepa, existe una fuerte tradición televisiva que es casi una religión, o al menos lo era, cuando yo vivía allí. En las tardes, desde la una hasta las tres, pasaban una serie de telenovelas, muy amadas por las amas de casa. En la noche trasmitían las telenovelas más festejadas. Si una telenovela de la tarde, por ejemplo, llegaba a crearse altos niveles de audiencia y se hacía famosa, la pasaban generalmente para la noche.
Había visto una telenovela en el canal 13, Televen, que se llamaba Terra Esperanza, ambientada en la Brasil de inicios del siglo XX y que estaba basada en la vida de un joven italiano que huyó de su país para salvar su vida. El muchacho era un pianista, amaba las obras de Chopin y las tocaba en algunos episodios. Yo terminé por enamorarme de esa música, sobre todo de uno de los Nocturnos de Chopin, especialmente la Op.9 No.2. Gracias a esta novela y a la música de Chopin, dejé de asociar el adjetivo “nocturno” a un horario tardío y fastidioso para ir a la escuela o a trabajar; dándole a la palabra un nuevo significado que expresaba una actitud, un sentimiento de nostalgia y la añoranza por los amores perdidos. Luego, comencé a pensar que los fuertes o terribles temperamentos eran también nocturnos. Los dibujos que he cargado aquí, pertenecen a esa época. Una de las caricaturas, la del viejo gordo con su bigote de brocha, es uno de los personajes de la novela, que se llama Farina. La otra caricatura me la hizo un amigo que hoy vive, he oído, en Berlín. Es un gran caricaturista y llegó a ser muy famoso en mi ciudad, su nombre es Francisco Medina, mejor conocido como Paco.



        No había leído Macbeth, pero sí conocía muy bien La Ilíada. Llegué a pensar que era nocturna la cólera de Aquiles y, más nocturno aún, el fin de su cólera. Era nocturno el Infierno de Dante, el libro de Jeremías, el Salmo 91 (que mi abuela nos enseñó cuando éramos niños); era nocturno ese cuento de Wilde, El pescador y su alma, era nocturna la obra de Gibrán, el Juicio Final de Michelangelo y el ceño de su Moisés en San Pietro in Vincoli; era nocturna la película Sexto Sentido y el canto de los grillos en la noche. Era nocturno el color rojo, por razones obvias; pero no gustándome el abuso de la palabra "rojo", por parte del chavismo, dejé de utilizarla y adopté una más específica: bermejo. Me llegaron a llamar así algunos amigos de la universidad: algunas amigas, entre las cuales Ilse Tinoco y Flora Francola, me llamaban Blanco y no sé por qué. 

        Mi primer email con el título, acabo de ver, es del 25 de febrero del 2005. ¡Y pensar que pasé todos los meses que precedieron a esta fecha, dormido en los brazos del azar! 


Una mañana, la dirección de la Facultad de Artes y Música de la universidad, encabezada en ese tiempo por la profesora y artista Gloria Castillo, me llamó para que interviniera en una presentación que iba a hacerse, una especie de performance, donde los participantes serían los estudiantes de la escuela de Diseño Gráfico. Chicos y chicas en ropa interior, se pintaron todos de blanco para hacer las veces de tela o de soporte. Mi intervención consistiría en pintar algo sobre ellos, lo que yo quisiera. Recuerdo bien esa mañana, recuerdo incluso quiénes estaban y recuerdo el olor de la pintura fresca. Para ser breve, puse los estudiantes en fila, hombro con hombro, y escribí sobre todos ellos una única palabra: “Bermejo”. 


Estoy casi seguro que existen todavía las fotos de ese día, alguien las debe tener. Si por casualidad, algún estudiante de la Universidad Cecilio Acosta, uno de los estudiantes que participaron en la iniciativa o que estuvieron allí presentes, algún profesor, conserva alguna de estas fotos, le agradecería encarecidamente que me lo hiciera saber.  
 
La unión de nocturna y deidad, fue veloz. No me gustó Deidad Nocturna, así que invertí las palabras. Esa fue una técnica que aprendí de mi hermano, quien empezó a escribir primero que yo. La vi muchas veces en Homero y quien ha leído La Ilíada estará de acuerdo conmigo que, tal solución, la de invertir los sustantivos y adjetivos para cambiar la musicalidad de las frases, aparece allí también un montón de veces.

Esa noche, en mi cuarto, delante de un cuadro a medio hacer, tirado en el piso y acompañado por mi abuela Ligia, quien estaba enferma de artritis rematoidea, puse el nombre definitivo a mi cuento. 
Las cosas sucedieron así. 
Quisiera deciros que la inspiración vino de mirar profundamente un horizonte preñado de colores y tal; quizás al contemplar un autorretrato de Rembrandt o un grabado de Goya o de Doré, pero no, en mi caso no ha sido nunca así la llegada de la inspiración. La inspiración me ha venido siempre de todas partes, sin ningún orden específico, incluso de equivocaciones, malentendidos, errores y casualidades: ¡sobre todo de malentendidos! Tengo mil historias de este tipo para contaros.
La Nocturna Deidad, como nombre, es una idea en sí misma. Es el nombre quien me ha dictado las ideas, no sé si me explico; y bueno, cientos de lecturas de las cuales me he alimentado, han ido aumentando el nivel del agua en mi redoma.
Hoy es domingo, son las tres y veintiséis de la tarde del 29 de agosto, estoy sentado en mi cama con la puerta del balcón abierta, desde lejos se escuchan los gritos de los loros que pueblan los altos pinos, los cuales se alzan como gigantes despeinados delante de los edificios donde vivo con mi novia. Agradezco a Dios poder contaros este particular de mi libro, confieso que, lo que acabo de referir en este post, jamás se lo he dicho a nadie, ni aún a mi querido profesor Carreño, quien recordará y podrá testificar sobre la veracidad de las cosas que tuvieron que ver con él y que he contado aquí, cosas a las cuales él nunca le habrá dado importancia. Porque hizo el bien (como decía Miguel Angel Landa, el famoso presentador venezolano) sin mirar a quién. 

Esa vez quien se benefició de su gran humanidad, fui yo. 
Si algún profesor llega a leer esto, me gustaría que reflexionara sobre sus acciones más pequeñas, en relación a sus alumnos. Es cierto que nunca le dije al profesor Carreño todo lo que hizo por mí, más allá de un post que escribí en Facebook hace dos o tres años, agradeciéndole su gran contribución en mi educación. En el post lo nombré a él, y a uno de mis profesores del Instituto Cervantes, donde estudié becado dos de los tres años que estudié allí; ellos no se conocen entre sí pero imparten la misma cátedra. Me refiero al profesor Marcos Tulio Gedler, quien, con su gran amor por la historia, echó las bases para que, en un campo más reducido, yo tuviese la motivación para crear mis propios mundos imaginarios.




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